lunes, 20 de mayo de 2013

INFORME DE LECTURA

GRADO OCTAVO

Lea atentamente los siguientes textos, elabore una selección de las palabras clave de cada uno y escriba un comentario y una conclusión sobre cada uno


EL AMOR MURIÓ UN JUEVES
NOA BEADE M.


El amor murió un jueves, ya cansado de luchar por su vida y viéndose derrotado por el mundo, cuando ya nada le quedaba por hacer, porque nada por ellos podría ni le dejarían hacer. Se tumbó en su lecho de nubes y allí desapareció, se esfumó como si nunca hubiera existido. Muchos ni lo notaron, la mayoría, para otros, aquello suponía el final de mucho, solo les quedaba la esperanza de que algún día renaciese y volviese a ser como antes, porque sin amor solo les quedaba vacío en su interior, un vacío que iba creciendo, extendiéndose por todo el cuerpo y alma y les dejaba sin nada, débiles, a merced de lo que los demás hicieran con ellos; no quedaba ni la sombra de lo que antes habían sido. Al final, algo que ellos creían prescindible, insignificante en sus vidas, descubrieron que era grande, necesario para seguir viviendo. Sus almas poco a poco iban confundiendo otros sentimientos, llenando el hueco que había dejado en ellas. La ira, el odio, la deshumanización que ya reinaba cuando el amor decidió que allí ya no tenía nada que hacer, se hicieron más grandes. Fue entonces cuando el mundo empezó a darse cuenta de que algo había cambiado, algo faltaba en las calles, en las gentes... pero no acertaban a decir el qué; lo habían tenido tan olvidado en algún rincón del alma o el corazón que no alcanzaban a ver que ya no estaba. Los que de alguna manera se habían dado cuenta de tan horrible ausencia morían de pena o desesperación por no poder concebir una vida sin amor. El mundo seguía girando y ya nadie se acordaba de lo que había sido el amor, y el odio y el rencor proseguían con su largo imperio. Después de su muerte fueron desapareciendo también el poco cariño que aún quedaba, la compasión, la ternura... y la Tierra se lleno de seres desalmados, sin interés por nada más que hacer daño al resto, y así, las guerras se sucedían incesantemente y el dolor atrapaba a todo el que naciera en aquel hostil lugar. Ya nada quedaba de lo que hacía poco había sido aquello. El amor observaba todo aquello desde su lecho de nubes y se lamentaba por aquellos seres muertos por dentro y que habían dejado morir todo resto de humanidad, pero no quería volver allí, no quería renacer para ellos, le habían olvidado y sabía que volverían a olvidarlo si regresaba una vez más. Aún así regresó, y nosotros volvimos a olvidarlo una vez más.


Amores perdidos

- No me vas a creer a quién me encontré ayer.
- ¿A quién?
- A Elisa.
- ¿A Elisa?
- Sí, a ella. Fue de casualidad. Yo salía de tomar un café y Elisa estaba por entrar a hacer lo mismo. Primero hubo un par de segundos de mirarnos y después no sabes con cuánta efusividad nos abrazamos. Es que claro, tanto tiempo sin vernos no es poca cosa...
- Pero...
- ...espérame, espérame que te cuente. Nos sentamos y parecíamos dos adolescentes, puro tomarnos de las manos, besarnos, mirarnos, reír y volví a tener la misma sensación de placer y de amor que cuando vivíamos juntos, como si nunca me hubiera abandonado. Yo no iba a dejar pasar la oportunidad así que como a los cinco minutos le pedí perdón por algunas barbaridades que hice en aquel entonces, que bastante tiempo tuve para pensarlas y darme cuenta que estuve mal y no sé si era por la felicidad del encuentro o porque también ella las había pensado pero a cada instante me decía “no importa, no importa, ya pasó”. Y un poco a borbotones empezó a hablar de las suyas y yo...
- Por favor, deja de hablar un momento y escúchame...
- ...pues yo tomé la misma actitud y también le dije que ya no importaban, que nada cambiaría la felicidad de haberla encontrado y además como siempre, con el mismo peinado, igual largo del cabello, esos ojos negros que no dejaban de brillar y suponía que ni un gramo de más ni uno de menos. Para no hacértela muy larga, porque veo que a cada instante quieres decir algo y ya sé que eres muy impaciente, ¿sabes qué hicimos después? Nos fuimos a mi departamento y estuvimos horas haciendo el amor, acariciándonos, besándonos y yo muy educadito porque como sé de su problema de salud cada hora me levantaba de la cama e iba a buscarle un vaso de agua. Después, pero lo que se dice mucho después, decidimos cenar y por supuesto cono hacíamos siempre preparamos juntos la comida...
- Párale tantito y no voy a dejar que me interrumpas porque ...
- ...y además, que para algo era una noche muy especial, cenamos a la luz de velas, con música muy suave y por supuesto con mi gato sentado en su regazo porque ni hace falta decir que en cuanto entramos saltó sobre ella, se ve que la reconoció de inmediato. En fin, que como reencuentro fue muy maravilloso, habrá que ver qué nos espera de ahora en adelante.
- ¿Terminaste? ¿Ya puedo decir algo?
- Lo que quieras, aunque como mi mejor amigo supongo que estarás tan contento como yo.
- Eduardo...
- ¿Qué? Larga, desembucha.
- Elisa murió hace ya dos años. 


El corazón perdido

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.  



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