"EL CHICO OMEGA"
INFORME DE LECTURA PARA LOS GRADOS 7-8-9-10-11
Con base en la lectura institucional de esta semana, "El Chico Omega", resuelva las siguientes preguntas
1. Realice una paráfrasis de esta historia, es decir, cuéntela con sus propias palabras
2. Describa o enumere la secuencia de las acciones más importantes de este relato
3. ¿Qué relación tiene esta historia con la vida real? ¿Realmente existen chicos omega? ¿quiénes, dónde, cómo? Responda y explique cada interrogante de este punto?
4. ¿Por qué hay o existen "chicos omega"? Argumente su respuesta con al menos, cinco razones
5. ¿Qué tipo de situación o problema está relacionada con lo que se plantea en el texto; "El Chico Omega"?
6. Proponga cinco alternativas de solución a este problema, o cómo cree usted que se pueda evitar o solucionar este problema?
7. Realice un listado de palabras desconocidas, incluya las seleccionadas en el texto y, después de organizarlas alfabéticamente, consulte su significado
8- Elabore un grafiti sobre el mensaje de este relato (Puede realizarlo en hojas de block o papel iris de color claro o pastel
OBSERVACIONES:
- Recuerde presentar este informe en su cuaderno de informes y en la primera clase de la Semana. Esto vale para todos los grados de séptimo a once.
- Si ha perdido la fotocopia del texto, lo incluyo en este informe.
- Si por algún motivo no nos vemos en clase, por favor, entregue su informe al día siguiente, al comienzo de la jornada. Por favor, no lo entregue al finalizar la jornada ni antes de las seis de la tarde. Sólo lo recibo, comenzando la jornada.
- Tenga presente que este informe es diferente a la Pauta de trabajo desarrollada esta semana.
- Agradezco su comprensión y colaboración.
Lectura institucional # 6.
Chico
Omega, por César Mallorquí
¡Ring-ring…!
Vamos,
vamos, espabílate, está sonando el despertador. Arriba, dormilón, abre
los ojos y mira por la ventana; comienza un nuevo día y la mañana es
espléndida. Anda, no seas holgazán y sal de la cama; piensa que hoy es
el primer día del resto de toda tu vida y cualquier cosa puede suceder, pues el
mundo está lleno de promesas.
Te
incorporas y te sientas en la cama con los ojos todavía abotargados por
el sueño; durante unos segundos sientes una punzada de angustia por haberte
despertado, pero ese dolor, ese taladro sordo que te perfora por dentro,
desaparece poco a poco sumido en la resignación. Un nuevo día, sí, un día en el
que todo es posible. Te levantas, te duchas, te pones el uniforme del colegio,
desayunas en la cocina, recoges la mochila con los libros y te despides de mamá
con un fugaz beso. Que pases un buen día,
dice ella, sonriendo. Un buen día... como ayer, como mañana, como siempre.
Sales
a la calle; la mañana es soleada pero fría, las personas que pueblan las aceras
deambulan con prisa, como si todos llegaran tarde a algún sitio. Te arrebujas
en el chaquetón y metes las manos en los bolsillos para protegerlas del frío,
echas a andar hacia el colegio; solo está a seis manzanas de distancia, apenas
diez minutos de tranquila caminata. Miras el reloj que preside la torre
de una iglesia: marca las nueve menos cinco, faltan quince minutos para que
empiecen las clases. Automáticamente, casi sin darte cuenta, comienzas a
caminar más despacio; si llegas demasiado pronto, te encontrarás a tus
compañeros en el patio, y eso no es bueno, ¿verdad?, no, no, no, nada bueno,
así que no corras, tranquilo, arrastra los pies, procura retrasar al máximo el
momento de la llegada.
Las
nueve en punto... Las nueve y cinco... Cruzas el viaducto que salva un desnivel
entre dos calles; ya ves el colegio, ahí está, frente a ti. Conforme te
acercas, un nudo se va formando en tu estómago y sientes ganas de darte la
vuelta y alejarte corriendo, perderte en las calles, desaparecer, pero sabes
que no puedes, sabes que cadenas invisibles te atan a tu deber, y tu deber es
ir al colegio, estudiar, formarte, y aguantar, y aguantar, y aguantar, soportar
lo insoportable.
Ya
está, has llegado. El patio se encuentra casi desierto, buena suerte; cruzas la
verja y echas a andar hacia el edificio del colegio. De pronto, escuchas
a tu espalda un repique de pasos acelerados; son tres compañeros tuyos que
llegan corriendo para no retrasarse. Al pasar a tu lado, uno de ellos te da un
doloroso palmetazo en la nuca; los otros dos se ríen y escupen algún comentario
hiriente. Bajas la mirada y sigues caminando en silencio; hoy no vas a llorar,
te dices apretando los dientes, no, no llorarás. Ellos pasan de largo –el eco
de su carrera reverberando en los pasillos– y tú, con la mirada fija en el
suelo, subes las escaleras, cruzas el umbral y te adentras en un largo corredor
jalonado de aulas. El vocerío de los chavales te llega amortiguado por los
tabiques.
Entras
en clase. El profesor ya ha venido y los alumnos se están sentando. Dejas el
chaquetón en una percha y te diriges a tu pupitre, que se encuentra al fondo
del aula, en una esquina. Cuando estás a punto de llegar, alguien te pone la
zancadilla y das un traspié, pero logras no caerte. Un ramillete de risas
florece a tu alrededor. Te sonrojas e intentas tragar saliva, pero tienes la
boca seca. Encajas la mandíbula –hoy no vas a llorar, no– y te sientas, y sacas
el libro de ciencias naturales, y lo pones sobre el pupitre, y pierdes la
mirada esquivando los ojos de los demás. La clase se inicia. El profesor
comienza a hablar acerca de los animales sociales.
Los
lobos son una especie social y su comportamiento está en gran medida
condicionado por las relaciones con otros miembros de su raza. Su forma usual
de organización es la manada, un
grupo más o menos amplio de ejemplares regido por una severa pauta jerárquica.
Así pues, cada miembro de la manada posee un
diferente grado de estatus que determina su acceso al alimento y a la
reproducción. Los rangos se establecen mediante una serie de luchas y
enfrentamientos rituales en los que pesa más el carácter y la actitud que el
tamaño o la fuerza. Cada manada tiene dos líderes claros: el macho alfa y la hembra
alfa, que guían los movimientos del grupo y tienen preeminencia sobre los demás
a la hora de alimentarse, procrear y criar a sus camadas.
Por
debajo de los líderes se encuentra el macho o la hembra beta, que solo muestra
obediencia a los alfas, y así sucesivamente. En ocasiones, existe un rango
marginal llamado omega. El lobo omega ocupa el último puesto de la manada y es
el blanco de todas las agresiones sociales. Víctima del desprecio de sus
congéneres, el lobo omega adopta una actitud de sumisión permanente y puede
acabar abandonando el grupo para convertirse en un lobo solitario.
Las
diez y cinco, acaba la clase; en medio del alboroto de los alumnos, el profesor
de naturales se va, y entra el de matemáticas. Cincuenta y cinco tediosos
minutos después, concluyen los números y comienza la clase de lengua. La
profesora te pregunta y tú, entre titubeos, contestas erróneamente; tus
compañeros se ríen de ti una vez más. No importa, estás acostumbrado.
Las
doce menos cinco; suena el timbre que marca el comienzo del recreo. Los alumnos
abandonan en tropel el aula, pero tú lo haces despacio, sin prisa, porque sabes
que nada ni nadie te espera. Sales al patio, te diriges a un rincón, te sientas
en el suelo, con la espalda apoyada contra un muro, y contemplas a los demás.
Nadie te va a pedir que juegues al fútbol, nadie se va a acercar a ti para
charlar; con suerte, ni siquiera se meterán contigo. Es el vacío absoluto, el
aislamiento total. Incluso aquellos que nunca te han hecho nada se mantendrán
alejados, pues hablar contigo es caer muy bajo, así que se limitarán a
ignorarte.
En
cierto modo, este es el peor momento del día, ¿verdad?, cuando durante el
recreo ves a tus compañeros jugar y reírse. Entonces, la soledad se abate sobre
ti como una losa y sientes una tristeza enorme consumiéndote por dentro, y te
preguntas por qué, qué les has hecho tú para que te traten así, pero eso da
igual, chico omega; puede que seas más bajo, o más gordo, o más tímido, o más
torpe, no importa; lo único que cuenta es que eres distinto y eres más débil. Ese
es tu pecado y ellos son el castigo.
Las
doce y cuarto, termina el recreo. Las dos siguientes clases –música y plástica–
transcurren sin incidentes y llega la hora de la comida. Te diriges al comedor
junto con el resto de los alumnos y te sitúas al final de la cola; cuando llega
tu turno, coges la bandeja con la comida y te sientas a una de las mesas, en
una esquina, casi en el borde del banco corrido, lejos de los demás. Nadie te
habla mientras coméis, nadie se acerca a ti, ni siquiera te miran. Hay cientos
de chicos rodeándote, pero estás solo. Cuando llegas al postre, coges un poco
de flan con la cuchara, te lo llevas a la boca y lo escupes al instante;
alguien le ha echado sal. Escuchas unas risas, pero no miras a nadie; bebes un
largo trago de agua y el sabor salado se desvanece. El amargo, no; ese se
queda, siempre está ahí.
Después
de comer, todo el mundo va al patio. Tú te diriges a un rincón, detrás de la
cancha de baloncesto, donde nadie pueda verte, y permaneces ahí sin hacer nada,
sin pensar en nada, porque pensar duele. Las tres y veinticinco; regresáis al
aula y comienza la clase de ciencias sociales, y luego, a las cuatro y veinte,
la última del día, inglés. A las cinco y cuarto suena el timbre que marca el
final de las clases. En medio de un alboroto de voces, los alumnos recogen sus
cosas y salen a la carrera; tú, por el contrario, permaneces sentado, guardando
muy despacio los libros y los cuadernos en la mochila, hasta que el aula se
queda vacía, y entonces te levantas, te pones el chaquetón y sales al corredor
con la mochila en las manos. Pero si querías pasar inadvertido, te has
equivocado, pues cinco o seis compañeros tuyos se encuentran todavía ahí, en el
pasillo; no estaban esperándote, sencillamente se habían quedado charlando, pero
tú has aparecido de repente y la tentación es demasiado fuerte como para
dejarla correr.
Al
pasar por su lado, uno de los alumnos le da un manotazo a tu mochila y la tira
al suelo. Te agachas para cogerla, pero el chico le da una patada y se la pasa
a otro, como si fuera un balón, y así una y otra vez, tú corriendo de un lado a
otro en medio de las risas y las burlas de los demás, y la mochila de pie en
pie, de patada en patada. De pronto, uno de los golpes hace que un libro, el de
ciencias naturales, caiga al suelo. Logras recuperar la mochila y te agachas
para coger el libro, pero uno de los chicos le da un puntapié y el libro sale
despedido por el aire, con la cubierta desprendida y varias hojas rotas. Una de
ellas planea lentamente y cae a tus pies; en la hoja puede verse la foto de un
lobo. De repente, te quedas sin fuerzas, vacío, demolido. Con la vista fija en
la foto, dejas caer los brazos y la mochila, y luego alzas la mirada hasta
encontrar los ojos de uno de los lobos, que está riéndose a carcajadas de ti, y
lo contemplas sin ira, sin resentimiento, solo con infinita tristeza y con una
muda pregunta titilando en tus pupilas: ¿por
qué…?
Poco
a poco, la risa se congela en las fauces del lobo; su mirada vacila y la
aparta de ti, se da la vuelta. Venga, vámonos,
dice; que le ven a este friki, y se
aleja en dirección a la salida sin atreverse a volver la vista atrás. Todavía
riéndose, los demás lobos lo siguen. Cuando desaparecen de tu vista, te agachas
y recoges los maltrechos restos del libro, y los ordenas con cuidado, como si
atendieras a un enfermo, y los vuelves a meter en la mochila, y entre tanto
encajas la mandíbula y aprietas los labios, porque no vas a llorar, hoy no,
chico omega, no llorarás.
Te
pones la mochila a la espalda, recorres el desierto pasillo con la mirada
perdida y cruzas el patio; aún queda gente jugando en las pistas de deportes, o
remoloneando junto a la entrada, pero nadie te mira y tú no miras a nadie.
Sales a la calle y echas a andar de regreso a casa; no piensas en nada, no
sientes nada. Al llegar al viaducto, sin saber por qué, te detienes, te apoyas
en la barandilla y miras hacia abajo; debes de estar a unos diez metros de
altura sobre la calle. El tráfico ruge a tu alrededor. Durante largos segundos,
no haces nada más que contemplar el vacío que se abre ante ti, con la
mente desconectada y el corazón
anestesiado, pero lentamente las imágenes y los recuerdos vuelven a ti, y
regresan con más fuerza que nunca la tristeza y la soledad, y te preguntas por
qué no le gustas a nadie, por qué te desprecian tanto los demás; entonces
piensas que puede que tengan razón, que a lo mejor eres una mierda, que quizá
te mereces ese desprecio porque no vales nada. ¿No sería más sencillo acabar
con todo de una vez, poner fin para siempre al dolor y la soledad? Es
fácil, piensas, bastaría con saltar por encima de la
barandilla y dejarme caer...
De
repente, apartas la mirada del vacío, y las lágrimas, que hasta ahora habías
logrado mantener a raya, se agolpan en tus ojos como una inundación. Y echas a
correr al tiempo que lloras, y corres con todas tus fuerzas, corres, corres,
corres huyendo de ti mismo, porque te das miedo; y cuando finalmente llegas al
parque que está junto a tu casa, te dejas caer exhausto en un banco, ocultas el
rostro entre las manos y ahí permaneces un buen rato, el punteo de los jadeos
mezclándose con el susurro de los sollozos.
Unos
minutos más tarde, cuando se agota el manantial de las lágrimas, te enjugas los
ojos con la manga del chaquetón, te aproximas a una fuente, te lavas la cara y
das una vuelta sin rumbo fijo para que las huellas del llanto se desvanezcan,
porque no quieres que tu madre te pregunte nada. Regresas a casa y besas a
mamá. ¿Qué tal el día?, dice ella, y tú
respondes: Muy bien.
Luego, aunque no tienes hambre, meriendas, y te vas a tu cuarto para estudiar,
pero no puedes concentrarte. Nunca puedes concentrarte. Llega papá del trabajo
y lo saludas, y poco después cenáis los tres juntos, y ves un rato la
televisión, pero estás distraído y te cuesta seguir el hilo de los programas,
así que te despides de tus padres, te lavas los dientes, vas a tu dormitorio,
te pones el pijama, te acuestas y apagas la luz. Tardas mucho en conciliar el
sueño, pero poco a poco logras ir sumiéndote en la inconsciencia. Este es el
mejor momento del día, ¿verdad?, porque cuando duermes no sientes nada y quizá
sueñes que no estás solo, así que cierra los ojos, chico omega, refúgiate en el
sueño, pobre niño herido, porque allí los lobos no podrán atraparte.
¡Ring-ring...!
Vamos,
vamos, perezoso, está sonando el despertador. Levántate, dormilón; amanece un
nuevo día, un día cargado de promesas, un día luminoso donde todo puede
ocurrir.
Un
día más en el infierno.